Tuesday, May 13, 2008

A diferencia de los meses inmediatamente anteriores a mi primera salida del país (un 31 de octubre de 1967), por avión y a través del océano, que se me quedarían indeleblemente grabados en la memoria, hasta en sus detalles más nimios (pero ninguno lo era, porque todo adquiría carácter simbólico, se situaba en una dimensión anterior al viaje iniciático, al regreso del cual nada sería igual), el mes que transcurrió entre mi vuelta de Europa, al cabo de dos años, y mi segunda salida definitiva -pero yo aún no lo sabía-, a Nueva York, se me borró casi completamente de la memoria, como si nunca hubiera existido.
Conservo sólo recuerdos aislados, flotando en el mar del olvido. Mi entrada en la casa de mi infancia y adolescencia, en la sala, mis manos y ojos recorriendo los objetos, con incredulidad y hasta con temor... Mi voz la sentía ajena, y lo que decía, tan banal, tan lejano de la experiencia vivida. Mis salidas nocturnas, en las que traté desesperadamente, mediante borracheras y acostones, de recapturar algo, o bien de apartar de mí la realidad, a la que no lograba readaptarme (¿por qué la angustia, si no había pasado ni siquiera un mes?). Hasta la llegada del telegrama de las Naciones Unidas, en el que se me conminaba a viajar a Nueva York en tal fecha.
No recuerdo, por ejemplo, dónde vivía mi abuela materna (mi Male) en esa época, ¿ya en Ures? Ya inválida. Mi mamá, mis hermanas, ¿dónde estaban? ¿qué hacían? ¿Eran tan indiferentes a mí como yo a ellas? No lo creo, pero no lograban tocarme. Mi hermano, que a la sazón tenía 16 años, y yo nos mirábamos como extraños. ¿Quién me fue a despedir al aeropuerto ese día de octubre, en que salí a hacer mi vida en otra parte? (Todavía lloraría en ese vuelo, y en dos o tres más que hice a México, de visita, sin saber dónde tenía que estar, quién era y qué quería).
Era tal mi ensimismamiento que no me enteré del momento que estaban viviendo mi país, mi ciudad, mi familia. Sólo habían transcurrido dos años, mis hermanas tenían la edad que yo al irme. Europa había sido un regalo, algo precioso, deslumbrante, que me había alejado al máximo de mi realidad anterior. No de toda, por supuesto; cómo dejar de reconocer, de agradecer, que todo lo positivo, lo rico, lo interesante de mi familia, de mi educación, de mi país, era lo que me había permitido apreciar y disfrutar la experiencia europea, aprender tanto. Pero el regalo se había terminado, ya no lo tenía en las manos, ante los ojos; y me sentía regresar con las manos vacías, sólo con palabras insuficientes, con memorias que no sabía expresar. Ese regalo no servía para el retorno. Más bien era un obstáculo. Europa había sido una escuela abierta: anticuada y caduca, pero abierta a todos. En cambio, México (América Latina; no los conocía verdaderamente: un mundo ancho y ajeno, tal cual. Tan extenso, tan rico, tan interesante, tan dejado de la mano de Dios, tan ajeno a sus habitantes. Porque, ¿qué sabíamos todos, los mexicanos, los latinoamericanos, de lo que nos pertenecía, de lo que nos formaba, de lo que nos hacía ser lo que éramos?
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Leí en la Jornada semanal, en 1993, una entrevista a Carla Rippey, cuyos grabados me había tocado ver el año anterior, en el Museo de la Estampa de la Plaza de la Santa Veracruz. Norteamericana, conoció en Chile a un mexicano con quien se casó y de quien tuvo dos hijos. Se separó del marido, pero ya no puede salir de México. ¿Cómo -pregunta-, con dos hijos "chilangos"? Escribía antes, ahora pinta, hace grabados, collages, fotomontajes, etc., todo desde el punto de vista del cuerpo femenino. Muy interesante, su obra y sus palabras. Ama a México, se siente mexicana.

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Veinte años más tarde podía darme el lujo de preguntarme si no debí haber rechazado la oferta de trabajo en el extranjero y quedarme en mi ciudad, prestar oídos a lo que me decían mi hermana Susi y mi amiga Eugenia: "¿Qué vas a hacer a Nueva York?". Pero, una en Inglaterra, la otra todavía en París, ninguna de las dos estaba en México cuando me fuí. Me lo decían a la distancia, me lo habían dicho, en persona, cuando yo todavía estaba en Europa. Pero no me lo pudieron decir en México. ¿Habría cambiado yo de opinión? ¿Habría tomado mi vida un rumbo distinto?
Si no opongo resistencia y me dejo ir al fondo de la conciencia, encuentro eso que puede ser una verdad o una hipótesis: que en México me sentía pequeña, impotente siempre, respecto de todo. Ante la injusticia y ante la pobreza, ante las convenciones sociales y la desorganización, ante la corrupción, ante el tejemaneje de las relaciones públicas. Allá, era como si estuviera, sin ser. O como si fuera opaca, o demasiado transparente; los demás, de todos modos, no me veían. O más bien, era yo la que no podía ver, como si tuviera una venda en los ojos, y como ciego, tenía que tratar de adivinar, a tientas, los gestos y las palabras, los significados ocultos. Culpa, rabia, remordimiento.
"Siempre me he sentido extranjera aquí", le confesé a mi papá una vez, años después de estar viviendo fuera. Y él, para sorpresa mía, respondió: "Yo también". No seríamos los únicos, claro. Y no sólo en México, tal vez también en otros países de América Latina, y en España, Italia, Grecia... ¿en el resto de Europa no? ¿Ni en los Estados Unidos? ¿Todos conformes allá? ¿Satisfechos con su situación, adaptados a su medio? Claro que no: puesto que tantos extranjeros vienen radicar a México: a disfrutar del paisaje, la historia, el clima, la gente. A huir del frío, de la rigidez de costumbres, del pasado caduco de Europa, para encontrar un pasado vivo en las poblaciones y las lenguas vivas de mis antepasados. En todo caso, podía decir que mi identidad cosmopolita se había robustecido a costa de mi identidad mexicana. No había perdido el interés en mi país, ni el amor por sus cosas. Me identificaba mucho más con lo mexicano, y por extensión con lo latinoamericano, que con lo anglosajón, o incluso con lo español -más europeo. Pero, ¿cómo negar que mis respuestas a la realidad circundante, cualquiera que ésta fuese, eran, en adelante, diferentes de las de alguien que no ha salido nunca del país, o que, si ha salido, ha sido por corto tiempo, y que ha vivido ahí la realidad cotidiana, social, económica, política, literaria? Llegó un momento, cerca de los 50, cuando ya en México, al oirme hablar, la gente que no me conocía me preguntaba: "¿de dónde es?"
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Y hoy, en 2008, habiendo obtenido la ciudadania norteamericana, y viajado ya a Mexico con pasaporte de los Estados Unidos, cuando me preguntan si me siento American', respondo "No! No me crie aqui, no estudie aqui; lo que soy se lo debo a mi nacimiento en Mexico, de padres mexicanos; a mi instruccion en escuelas mexicanas; a mi formacion como persona y como profesional, en el medio mexicano. Otra cosa es que hoy no reconozca mas ese pais, esa ciudad en que vivi -y a la que, en el fondo, no llegue realmente a conocer ni a incorporar, porque desde siempre rechazaba sus aspectos negativos..." Si acaso, me siento neoyorkina.
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