Thursday, October 31, 2013

Night and the City

A dialogue

 -After all this time together, you must acknowledge the obvious: we have become utterly, tragically  incompatible!
 -Why do you say that? Do you want to leave me? Could you do that? After I have given you my best centuries?
 -But, dear, you have changed so much! Every time I come to you I find you transformed, almost unrecognizable: sometimes looking like a Harlot, sometimes like a fairytale Princess… What do you want me to do?
 -What do I want you to do? I want you to accept me as I am, mercurial if you say so, magician… That’s what you used to call me, remember? Magic, bewitching, always surprising, never, never boring!
 -No, not boring, that’s for sure. Listen, dear… This is not a life anymore. I need peace and quiet. I need, first of all, shadows, I don’t need lights, four thousand, ten thousand kilowatts as soon as I appear, and this only in one of your Squares??
 -Oh, I see… you need shadows, and my children be damned, mugged, assaulted, killed if need be… because you need shadows. Who’s to defend me, then, from a swarm of shadowy characters, from…?
 -And then, I need silence: if anything, interrupted by the wind in the tree branches, the crickets in the bushes, the sea waves lapping the shore…
 -You’re turning gaga, I see. Old.  How much older than me?? But,  you loved me when we first met!
 -Indeed, we loved each other! You were always in turmoil, I admit that. Receiving ships from the East, sending your children to the West; changing your outfit every ten, twenty years, your skin color, your language, your demeanor. Your names… The Naked City… I liked that! Gotham city, a little less. The Big Apple… absolutely ridiculous!
 -And you were always yourself: arriving punctually according to the season, enveloping me in your great dark star-studded cape, sometimes a full moon on your forehead, so handsome!! Trying always to lull me to sleep with soft, melodious songs…
 But now, look at you: pride has gone to your head: I bet you tell yourself: “Night is one, but cities like her are a dime a dozen!”
 -No, dear, I’ve never gone that far. I’ve always tried to recover those days, I mean, nights, when I could lull you to sleep. Now, I never succeed. You see, that’s precisely why we must part.  Because you don’t need me anymore,  because nobody here acknowledges me. You have agreed to this falsification of Day during my time. You’ve become: The City that never sleeps. And I need sleep, my beloved.. .
……………..                                                               

Thursday, October 17, 2013

El DF

De mi ires y venires en la ciudad de México, en cada uno de mis tres viajes anuales.

En la ciudad de México es mucho decir: mis paseos se limitan a una triada: de San Jerónimo, vecina afluente de la Magdalena Contreras, ambos antiguos pueblitos, ahora uno más aburguesado (léase, cargado de trafico: una camioneta por persona: gueritas de celular y señores con gorra de beisbol); por sus lindas calles empedradas es difícil caminar: en parte por el tráfico, porque no hay acera, y en parte por esa redondez de las piedras, que entorpece el paso...  Está el paseo por la ciclopista, antigua vía del ferrocarril a Cuernavaca, en un extremo de la cual se puede visitar el humilde y pintoresco panteón.
Ahí viven desde hace unos treinta años mis entrañables amigos Eugenia y Roger Mas, ahí me acogen cada vez que voy a visitar a mi madre, quien desde julio del 2009 reside en la Residencia San José de Lyon, para señoras mayores, a unas cuadras de donde viven mis amigos.

De San Jerónimo a Tlalpan, donde el zócalo es un gran atractivo, bien cuidados sus jardines, atractivo su kiosco y sus portales, hoy entrada a un sinnúmero de simpáticos restaurantes. Contresquina, el convento de San Agustín. Ahí nos encontramos para comer con mi amiga Leticia, en el Café Tamayo, por ejemplo.

Coyoacán es otro destino placentero. El Jardín Centenario, la fuente de los Coyotes, el  templo de San Juan Bautista, el kiosco porfiriano. Los organilleros enfrente de Sanborns, que ocupa, como de costumbre, uno de los bellos edificios coloniales. El Café Moheli es mi predilecto.

Las salidas menos atractivas son: el centro comercial Perisur (su única ventaja, la relativa cercanía a San Jerónimo, pero nunca menos de 15  minutos en coche), con su Cinépolis, Librería el Péndulo, Italianni’s y otros restaurantes, y bancos y tiendas de ropa importada y chucherías para dar y repartir, en las que me abstengo de entrar. 

La Plaza Loreto, tal vez más cercana aún, entre Río Magdalena y Avenida Revolución, propiedad de Carlos Slim, multimillonario cuyo padre, maronita exilado del Líbano, llegó a México en tiempos de la Revolución, e hizo fortuna especulando con terrenos vendidos por nada,  antes o después de abrir la merceria La Estrella de Oriente, donde mi abuela materna estuvo a punto de entrar a trabajar, allá por 1917, después de haberse puesto a aprender mecanografía en la escuela Oliver.
Más reducida también, más intima, si se quiere, elegante y  atractiva, que otras de esas ¨Plazas¨: con su Cinemanía de cine premiado, su Museo Soumaya. Ahí uno se deleita, además, con la fuente de Juan Soriano: La Sirena; el auditorio abierto, la pastelería El Globo al aire libre, la tienda de mascotas, el ubicuo (Slim es el dueño, también) Sanborns. Otro hito que presenció mi abuela: ese mismo año el llamado Palacio de los Azulejos, ubicado en el Callejón de la Condesa entre Cinco de Mayo y Madero, en pleno centro histórico de la ciudad, es rentado por los hermanos Walter y Frank Sanborn, llegados de California, para establecer una de las cafeterías más concurridas de la ciudad en ese entonces, la cual se instaló originalmente (... lo que sigue lo copio de Wikipedia) en la calle de Filomeno Mata con un concepto innovador en la ciudad, el de una fuente de sodas y una farmacia, con el nombre de Sanborns American Pharmacy.8 Se le realiza entonces al palacio una remodelación de casi dos años para adaptarlo al concepto que introdujeron en México los hermanos Sanborn y le agregan aparte un restaurante, tienda de regalos y revistas, así como una tabaquería, haciendo que desde su inauguración en el año de 1919, se convirtiera en todo un éxito y, hasta finales del siglo XXfuera uno de los restaurantes y cafés más concurridos de la ciudad. 

En Tlalpan aprovecho siempre para matar dos pájaros de un tiro. Primero la visita obligada, con mi mamá,  a mi tía Esperanza, en su caserón de Coapa y Tesoreros: la Quinta Guadalupe, asi nombrada por su madre, mi tia Lupita. Don Emiliano Garcia la recibió del Gobierno de Carranza, en premio a sus méritos como constituyente, posiblemente en 1930. Casona que sigue siendo enorme incluso después de la subdivisión del terreno de atrás, antes huerta, en tres departamentitos para las sobrinas y sobrino de sangre (nosotros somos sobrinos postizos, por cariño) de mi tía:  hijos de su bienamado y malogrado hermano Gustavo. Hasta la fecha conservo la relación, no solo con mi tía, sino con una de sus sobrinas nietas: la linda Ximena.

De ahí, en taxi –aunque quizá, en otros tiempos, y sin mi mamá, podría haberme ido a pie- al zócalo de Tlalpan, encantador como muchas plazas coloniales de Mexico. Su Mercado porfiriano, el convento de San Agustín, las callejuelas empedradas, las haciendas divididas ahora en condominios, y la plaza central ajardinada, cuidada, limpia, con su simpático kiosco en el que, el pasado noviembre, tuve el gusto de contemplar un bellisimo altar de muertos. Los portales, en uno de sus frentes, y detrás de cada uno, un nuevo restaurante de jóvenes para jóvenes.
Me puedo acercar también a San Angel, llegar a la placita de San Jacinto, buscar la calle de La Amargura, descurbrir que el café donde tomábamos uno de olla, sintiéndonos Juliette Greco, Eugenia y yo, allá en nuestros años universitarios, nublada la vista por el humo del cigarro..., visitar las tiendas de artesanías, comer algo en el Saks… cruzar para recorrer el siempre fascinante convento del Carmen…
 ...

Recuerdos

EL olor a huevo podrido de Agua Hedionda,  el balneario de aguas termales, sulfurosas, de Cuautla. Ahí nos llevaban mis tíos Juan y Esperanza cada fin de semana en enero, a que disfrutáramos de la natación, el sol, el descanso total y apacible.
Pasaban por nosotras, mi mamá y las cuatros niñas, el dos de enero, para llevarnos a la casa que tenían en Cuautla. Ibamos cargadas de maletas y paquetes (latas de leche Nido, de leche evaporada Clavel, toallas y sábanas, porque mi mamá no quería hacer “concha”, nuestra ropa, incluidos los trajes de baño; las telas ya cortadas para los secaplatos que le bordaríamos a mi tía; libros, incluso de inglés para las lecciones matutinas que nos daría mi mamá, disciplinada como era ella, y enemiga del ocio por las mañanas: “ ya tendrán toda la tarde para jugar”).
De estas actividades guardaríamos las hermanas distintas memorias, de distinta calidad quiero decir: para unas, grato recuerdo de haber estado sentadas en torno a mi mamá, a la sombra del frondoso clavellino, bordando letras y frutas en los secaplatos para cada día de la semana que le daríamos de regalo a mi tía, magro agradecimiento por su generosidad en entregarnos su casa, con jardín y empleada, durante  todo el mes de nuestras vacaciones escolares. “Con nada le puedo pagar a tu tía lo que hace por nosotros –dice mi mamá-. La veo como a una hermana”. Y no eramos parientes. Sus padres, amigos de mis abuelos maternos, y la amistad continuada en la siguiente generación.
Pero, como bien ha escrito mi hermana Susi: tías y tíos postizos, hechos nuestros no por lazos de sangre sino por los, a veces más fuertes, los del afecto.
¡Cuando pienso en Ximena Cuervo de Abed, a quien conocimos de siete años en uno de los desayunos en la casa de Tlalpan que la tía Esperanza, ya fallecido mi tío, nos ofrecía a mis hijos, mi marido y a mí cuando íbamos de visita... Cuando pienso en esa Ximena, digo, que pasó con nosotros unas semanas antes de casarse, mientras estudiaba en NY, y a la que ahora veo, en cada uno de mis viajes trimestrales a México, para visitar a mi mamá, cuando, su marido Paul y su madre Martha, me invitan a cenar! Ximena, sobrina nieta de mi tía Esperanza.
Volviendo al mes de enero de nuestra infancia en Cuautla. Aquella actividad del bordar matutino, y más aún la de estudiar inglés había sido para unas, algo que algunas recordaríamos con placer, y otra como  un verdadero castigo inmerecido. (¿Por que a ella le costaría tanto apreciar cualquier aprendizaje, sus penas y glorias?).
De regreso de la alberca entre semana, devorábamos la sabrosa y sencilla comida preparada por Eutimia: pollo cocido, arroz con plátano macho frito y aguacate, frijoles de la olla, tortillas recién hechas –cuando no eran las deliciosas quesadillas de requesón, huitlacoche, hongos o flor de calabaza que mi mamá le encargaba que comprara en el Mercado. Después de la sabrosa comida, mi mamá se acostaba a dormir la siesta y nos mandaba afuera, al jardín. Jugábamos a hacer tortitas de lodo, aprovechando el agua del apantle (acequia), a columpiarnos en la hamaca, o a dejar que nos columpiara el sobrino de Eutimia, Lázaro, de la edad de Eugenia y enamorado de ella.
Los aguacates caidos en tierra… el silbido agudo de los zanates, el chirrido de los grillos al anochecer, la luna brillante en el cielo negro como ala de cuervo…
¿Cómo olvidar Cuautla, ese paraiso?
Aquí, la historia armada con datos y mi imaginación, de los tíos Juan y Esperanza:
Corría el año de 1924... Se conocieron así: ella paseaba del brazo de su amiga por Cinco de Mayo, a la salida de la Normal, y se dieron cuenta de que un auto las seguía, a paso de rueda. “Señoritas... ¿no quieren dar un paseo con nosotros?” Miró de reojo al que hablaba y conducía un Chevrolet blanco último modelo. Cabeza grande, cabello claro y ondulado,  ojos pequeños, azules, vivos. Bajo los bigotes rubios, la sonriente boca de labios rojos, el cigarro entre los dedos de la mano que asomaba por la ventanilla.
-No les hicimos caso. Pero no dejaron de seguirnos. Al llegar a la esquina, el que manejaba se detuvo, y bajó. Era alto. Con seriedad se dirigió a mi: ‘Me llamo Juan Szeman y a mí y mi amigo nos gustaria invitarla  usted y a su amiga a tomar un café en Sanborns.´
El amigo, no recuerdo su nombre, no era tan alto pero era más rubio, casi desteñido, y apenas hablaba español.  Más adelante me enteré de que le había dicho a Juan que mi amiga no le había gustado porque era ‘muy morena’.

Mi tía viene a revelarnos el verdadero nombre de su marido diez años después de muerto.
‘Se llamaba Lazlo Szeman Baranyk’.

Pues resulta que el tenía 21 años cuando llegó a México en 1924. Nacido en Pest, parte del Imperio Austro-Húngaro, tenía once cuando estalló la Primera Guerra Mundial.
“El padre murió y la madre se trasladó a Viena con los tres hijos. Ahí abrió un café –cuenta esto su viuda, mi tía Esperanza, a los 91, lúcida, sentada en la salita de la casa de Tlalpan.
‘La madre se volvió a casar. Juan, que tenía 18, se llevaba muy mal con el padrastro, al grado de que un día estuvieron a punto de darse de golpes. Entonces la madre le dió dinero a Juan y le dijo: “Vete a vivir a otra parte”. ¡Nunca se imaginó que esa ‘otra parte’ iba a ser América! El se embarcó y llegó primero a Nueva York, pero no quiso quedarse allá y siguió hasta México. Cuando me conoció, ya trabajaba de ingeniero en una fábrica de tubería, y hablaba perfectamente el español.
‘Poco después lo mandaron a Brasil, y le ofrecían un buen empleo alla, diciéndole que si queríamos, nos podíamos casar por poder, y luego me enviaban el pasaje. El me escribió que ni loco, y que, aunque fuera a pie, pero se regresaba a Mexico. Entonces mi padre gestionó con el Cónsul de México en Brasil, y éste le entregó a Juan el pasaje para su regreso. Poco después nos casamos... en 1943.
Cuando supimos que no podiamos tener hijos, él me dijo que no quería que adoptáramos,  que debiamos aceptar la voluntad de Dios, y yo le hice caso.¨
Nosotros lo conocimos y quisimos como el tío Juan.
El, a su vez, de pie en una de las pozas de Atotonilco, con el agua caliente llegándole al pecho, o afuera, envuelto en una toalla blanca, con el codo a la altura del hombro y el vaso de cuba libre frente a los labios, nos contaba con voz ronca que iba a la escuela, en invierno, con la nieve hasta las rodillas . En cualquier foto se le ve sonriendo, riendo, el mentón en alto, las cejas mefistofélicas arriba de los pequeños ojos azules, muy expresivos.
El y mi tia Esperanza nos dieron de regalo algo que nunca olvidaremos: esa invitación a su casa de Cuautla, cada año, para que pasáramos, mi mamá con los cinco hijos, todo el mes de enero, el de las vacaciones escolares.
Mi tío murió en 1994, a los 91, ella, en el 2013, a los 97.

En la pared de mi recámara tengo ahora el cuadro al óleo que mi padre pintó y le regaló a mi male, y ésta a su vez a mí, unos años antes de morir,  en que figura la parte de atrás de la casa: el enorme clavellino de tronco gris y liso, y florecitas rosas en las altas ramas (una bombácea, me entero muchos años después, paseando por el Jardín Borda con mi madre y mi amiga Martha)., el muro claro, la puerta de hierro negro con vidrio que daba al comedor. Nuestro paraíso fuera de la ciudad, como en ella lo fue la casa de los abuelos maternos.
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