Saturday, October 24, 2009

KENYA--- Segunda parte

LOS SIRVIENTES

Michael, el joven jardinero, y Rose, la cocinera y empleada doméstica, venían “con la casa" Al muchacho, Ndegwa lo había contratado desde que había comprado la propiedad, para que se la vigilara y le arreglara el jardín. Los anteriores inquilinos, también funcionarios internacionales, habían contratado a Rose, con excelentes referencias, para que les cuidara a su niño de dos años. Nos encarecieron que los aceptáramos como empleados, "de otra manera, quedarán en la calle". Nosotros no tuvimos ninguna objeción: ¿Qué mejor que contar con la ayuda de alguien que ya estaba familiarizado con la casa, con el barrio?
Rose pertenece a la tribu luo. Todo lo hace y lo dice con la sonrisa en la boca, no obstante su viudez de ocho años, con cinco hijos, el menor de los cuales cursa la enseñanza primaria en un internado. La hija mayor estudia para secretaria, y con la madre de Rose viven dos hijas más, en Kakamega, su región natal, cerca de la frontera con Uganda.

Michael dice que tiene 25 años, pero no aparenta más de 19: delgado y de aspecto frágil, muy callado, tiene la costumbre de comunicarse con nosotros por carta, que nos entrega en la mano, en sobre cerrado y debidamente rotulado... Pensé yo que podríamos tener con ellos una relación más cercana por vivir a un lado de la casa, pero no avanzó mucho más después de aquella ocasión en que visitaron a Rose su mamá y su hija mayor, y a la semana siguiente las llevamos en el coche a la terminal de autobuses, donde tomarían uno que las llevara a su casa, en Kakamega, a cinco horas de Nairobi. O después de que Michael, creo que a raíz de mi respuesta afirmativa a su solicitud de un préstamo de 4,000 chelines (80 dólares americanos, el sueldo mensual), pagaderos a plazos, se ofreció a mostrarnos las fotos de su familia, su casa, y las que le había tomado el Sr. Anderson, con el bebé y la madre.
Ése era el secreto: mis hijos no eran chiquitos, no se los encargaba a Rose y a Michael, y por ende no pudo desarrollarse una relación como la que hubo con las nanas de su infancia, quienes convivían con nosotros, ayudaban a los niños con la tarea, y además compartían su idioma materno. En Nairobi era distinto; en cuanto
llegaban de la escuela, mis hijos subían y se encerraban en su cuarto -nunca supe si por costumbre de vivir en departamento, o por rebelión, nunca salieron al jardín, a
leer o sólo a contemplar las flores y los pajaros y sentir el sol en la piel, como yo hice algunas veces. A decir verdad, el jardín, los pájaros, las flores y el sol
los tenían todo el día, en la escuela!-.

Así pues, fuera del "buenos días" a Rose y a Michael cuando salían apresuradamente por la mañana, no había más diálogo. Yo misma le había dicho a ella que a partir de
las 4 de la tarde podía retirarse a su habitación, a un lado de la de Michael, detrás de la casa, de modo que era sólo en la mañana, mientras desayunábamos y ella entraba a la cocina a lavar la loza, cuando después del saludo le encargaba lo que había que preparar para la cena: frijoles o lentejas, ricamente sazonados, ejotes, o un pollo con jitomate y cebolla...

Después vino la enfermedad de Michael, y una noche en que estaban sus primas de visita, la crisis de fiebre con convulsiones. Las tres adolescentes se asustaron y antes de pensar en avisarme, pulsaron el timbre con el que se llamaba a los servicios de seguridad, que acudieron raudos y veloces, pero fueron incapaces de ofrecernos servicios de ambulancia. Brian llegó de un ensayo, y con Alan y Rose llevó a Michael al hospital más cercano. Quedó internado dos o tres días, afectado de paludismo cerebral; llegaron a verlo su madre y otros parientes con quienes apenas podíamos entendernos en inglés Brian y yo. Y todo esto, en lugar de acercarnos más, nos dejó como más distantes a todos: nosotros temerosos de que se fuera a aprovechar de nuestra preocupación, y él, creyendo que lo culpábamos de haber tenido aquí a sus primas, o tal vez queriendo más de lo que le estábamos dando: regresó de su casa, y de haber visto al médico allá, con una lista de peticiones: "jugo de naranja para reforzarme, vitaminas para abrir el apetito..." Aceptamos comprarle las vitaminas y darle un cartón de jugo a la semana. Brian le dejaba los periódicos del día anterior, que nos había pedido, pero de ahí en fuera, hablábamos poco.

El askari o sereno que nos mandaron los servicios de seguridad, se nos presentó una tarde, a las 7pm, uniformado de verde y cuadrándose: ‘Me llamo Samson”. Era un hombre afable, inteligente, apuesto en su ropa de calle: camisa blanca y pantalón oscuro, pero convertido en mono de organillero por el uniforme verde y apretado.
No tardó Alan en ganarse su confianza. Después nos contó su historia: estaba casado, tenía tres hijos pequeños; había sido parte de la fuerza aérea cuando el levantamiento frustrado contra Moi, a raíz del cual había perdido su puesto y se había visto obligado a buscar empleo en una agencia de seguridad. La agencia se quedaba con el 70% de lo que cobraba al cliente, y a los serenos se les prohibía portar armas. En vista de los peligros inherentes al oficio, Samson nos pidió autorización para llevar, por lo menos, arco y flecha. No eran raros los asaltos de automovilistas a mano armada, ni los robos de casas. Varios askaris habían sido heridos e incluso muerto a manos de ladrones bien pertrechados. (También armados de arco y flecha andaban los vigilantes nocturnos de la Escuela Internacional, muchos de ellos masai).
Llegó la temporada de lluvias y frío, y vimos que tiritaba; cuando Brian llamó a los de la agencia de seguridad para preguntarles si no pensaban proporcionarle un impermeable, dijeron que eso ‘no entraba en el contrato’. Fue entonces cuando Alan, conmovido, le "prestó" su chamarra invernal de Nueva York, con la que Samson se veía feliz. Seguramente tenía, por lo menos los primeros meses, un empleo de día. Debía empezar su turno con nosotros a las 19hrs, vigilar los alrededores de la casa, desde el jardín, toda la noche, y partir al día siguiente a las 7. Pero más de una y dos veces, al llegar mis hijos a las casa un sábado pasadas las 2 de la mañana, era yo la que desde la recámara oía llegar el coche, tocar el claxon, luego el timbre de la puerta, y debía bajar, abrir la puerta y despertar a Samson a gritos, para que abriera el candado de la reja... Y es que no debía limitarse a abrir cuando tocaran el timbre, sino que, desde que oyera acercarse el automóvil, y sonara éste la bocina al doblar la esquina, debía ya estar abriendo el candado, para prevenir cualquier asalto posible en esa calle donde las luces de los faroles habían tardado más en ser instaladas que en ser robadas...

Como Rose, también Samson se vio obligado a pedirnos un préstamo con cargo a su sueldo. Necesitaba una bicicleta, pues desde la parada del autobús hasta la casa eran no menos de dos kilómetros. Y fue Alan nuevamente el que se compadeció de él y nos comunicó su solicitud.
Previsiblemente, ninguno de los tres préstamos pudieron ser pagados en el tiempo que estuvieron Rose, Michael y Samson a nuestro servicio.

Como el mexicano, el keniano se alimenta básicamente de frijoles, maíz y chile. Lo que un empleado doméstico gana al mes es lo mínimo necesario para seguir una dieta meramente vegetariana. En Nairobi, los hombres representan el 60% de la población: la mayoría de las mujeres se quedan en el campo, cuidando de los hijos, de la escasa agricultura. De modo que, en las casas de la ciudad y los suburbios sirven no sólo como jardineros y serenos, sino también como mucamos y cocineros. En las pizarras del PNUMA, por ejemplo, junto con coches que se venden y casas que se alquilan, se ofrecen los servicios de hombres y mujeres de confianza, recomendados por sus patrones, quienes incluso añaden un fotografía del interesado, al lado de la de la casa con jardín y el Toyota...
.....

UNA EXPERIENCIA SOCIAL
Pasadas las lluvias y los vientos de agosto, vuelven las mañanas soleadas y los días tibios. El jardín es muy lindo, y pájaros de todo tipo vienen sonoramente a comer el maíz y tomar el agua que Michael les ha colocado en una repisa frente a la cocina. De noche, lo que se oye sobre todo son los grillos y los sapos y ranas.
Nos ha tratado muy bien Arthur Ndegwa, nuestro casero, atendiendo a las diversas solicitudes que le presentábamos: timbre para la puerta, nuevo tanque de agua.

Los blancos que viven en las casas bonitas, entran y salen en coche; los negros que trabajan en los cafetales, así como sus hijos que van a la escuela, van y vienen a pie. Estos escolares visten entre semana el uniforme de suéter rojo y falda o pantalón color café con leche. El domingo, con su ropa más bien harapienta, descalzos, salen a jugar a la calle. Desde la mañana se les oye cantar y llamarse a gritos, y si me asomo a la ventana, los veo jugar: las niñas saltan la cuerda, los niños corren, se llaman a gritos, o se cuelgan de las ramas de los árboles sembrados en la calle, a lo largo de la valla de nuestro jardín, hecha de bambú reforzado con alambre.

Así pues, esta mañana de domingo, entre el canto de los gallos y el martilleo de los albañiles, escucho las voces de los niños. Me asomo a la ventana del segundo piso y desde ahí los veo. En la acera de enfrente, se han apiñado para ver a un hombre que riega con la manguera un trecho de tierra recién plantada. Sonrío, me parece encantador el cuadro: niños y niñas fascinados con el espectáculo del chorro de agua.
Pronto me doy cuenta de que no se trata de eso. Los bracitos se alzan, sosteniendo un vaso, un plato hondo, una botella de plástico cortada a la mitad, hacia el chorro, ¡pidiendo agua! El corazón se me encoge. Ellos la necesitan: el dueño de la casa puede darse el lujo de regar sus plantas con ella. ¿Cuántos niños serán? Cinco, ocho o diez... Sin pensarlo más, bajo a la cocina, saco de la alacena una caja de galletas, un litro de leche de larga conservación y dos botellas de agua de las que compramos la semana anterior, innecesariamente, ya que el agua de Nairobi es potable.
Sintiéndome Florencia Nightingale, salgo a la calle, espléndidamente soleada, y me dirijo a la esquina.
Algunos niños vienen hacia mí. Para cuando llego a la esquina, veo que, salidos de no sé donde, tengo enfrente de mí no a diez, sino a quince, veinte niños de todas las edades, desde dos bebés que unas niñas llevan cargados a la espalda, pasando por niños de cuatro y cinco años hasta otros de once o doce. Han visto la botella, las galletas, y todos a un tiempo alzan el brazo, lo
adelantan, con el vaso, el plato, la botella de plástico, pidiendo a voces que les de agua. Con gran rapidez, como una colonia de hormigas, o un enjambre de avispas, me rodean, tan de cerca que no me dejan maniobrar para servirles.

-¡Así no!, les pido. No les puedo servir el agua; se va a tirar toda. Háganse a un lado. Siéntense.
Tres, cuatro de los más pequeños, como animalitos dóciles obedecen, se dejan caer ahí mismo, sobre la tierra. Pero los demás avanzan, sordos o ciegos... Vuelvo a levantar la voz, esta vez entre enojada y presa del pánico.
-¡Si no se apartan, no les doy nada!

Es inútil. No entienden. Creerán que soy Jesús... que de un litro de agua voy a sacar la suficiente para llenar lo que son ahora no menos de treinta recipientes adelantados hacia mí, incluso de lado, bocabajo... No puedo moverme, avanzar o retroceder, ni bajar el brazo, ni verter el agua. Desesperada, miro a mi derredor: niños y más niños, cabezas oscuras, ojos ansiosos, en algunos de los cuales
me parece detectar una chispa de malevolencia –(¿conciencia del poder que tienen en estos momentos sobre mí? Me pregunto, no sé si en ese momento o más tarde: ¿cómo los tratarán en la escuela? ¿qué deberá hacer el maestro o la maestra para hacerlos obedecer, para que se sienten, guarden silencio, saquen los cuadernos? Salones
de más de treinta alumnos, seguramente. ¿A gritos? ¿golpes...?
Desde la reja, Michael me mira medio divertido. Lo llamo:
-Ayúdame, por favor. No puedo darles esto...
¡Michael, Michael!, llaman los niños. Y en cuanto ven que, no se sabe muy bien cómo, el agua y las galletas han cambiado de mano, ellos también, como langostas, cambian de rumbo, me dejan sola y rodean a Michael; lo conocen y con él podrán entenderse en luo, la lengua materna de la mayoría.
Me alejo apresurada, sin querer ni siquiera volverme para saber cómo se las está arreglando él. Lo dejo cercado por los niños, las niñas de cara triste con bebés a la espalda, los pequeños de dulces ojos, y los chamacos mayores, que empujan a los demás... Alcanzo a decir: Son muchos. Y Michael, con una sonrisa difícil de
interpretar y en un estilo típicamente keniano:
Sí, son demasiados...

Estoy ante la reja en el momento en que pasan dos mujeres, las primeras que veo esa mañana, las únicas otras dos personas mayores además de Michael y yo (el
jardinero de la manguera ha desaparecido sin que yo me diera cuenta). Con un gesto que es mezcla de optimismo y resignación, les ofrezco los litros de leche:
Para los más pequeños, murmuro, agotada como si hubiera estado trabajando toda la mañana, y con la firme sospecha de que, si acaso, los guardarán para sus propios hijos, de la edad que sean.
...

KENYA 1994-1995

LA LLEGADA

Tras quince horas de vuelo desde Nueva York, vía Londres, llegamos a Nairobi a las 3am del 30 de junio de 1994: Brian, nuestro hijos Alan e Ian y yo. Pasaremos un año en Kenya, yo como titular de un puesto de traductora/revisora en los servicios de conferencias del Consejo de Administración del PNUMA. En el aeropuerto, para mostrar los pasaportes tenemos que pararnos de puntas, alzar la cabeza: el funcionario se encuentra trepado en un estrado de madera, prácticamente inaccesible. Llenamos la tarjeta anaranjada que dice: Republic of Kenya, entry of declaration form, un poco temerosos bajo la mirada vigilante del Presidente. Su joven retrato aparece en todas partes, enmarcado y colgando de la pared de oficinas públicas, negocios y escuelas, públicas y privadas, e impreso en todos los billetes y monedas (salvo aquéllas en las que todavía aparece Kenyatta: las de diez centavos).

NAIROBI I

La ciudad se fundó en 1899, a un lado de la estación de ferrocarril que los ingleses hacían construir entre Mombasa y Kampala. Se le dio el nombre de uno de los ríos que la cruzan, Enkare Nairobi, que en maa significa Aagua fría. Situada en la región central del país, al sur del Ecuador y a poca distancia del Monte Kenya de nevadas cumbres, goza de clima templado y seco, con lluvias "cortas" y "largas" dos o más veces al año. Aquí se estableció, a partir de 1906, y sustituyendo a Mombasa, la capital del país, entonces Protectorado británico.
El centro es un rectángulo de unas veinte cuadras por doce. Los edificios más antiguos datan de principios de siglo, algunos terriblemente arruinados, y otros, elegantísimos y en perfecto funcionamiento, como el Hotel Norfolk, frente al Teatro Nacional y la Universidad, y a espaldas del "mercado de las mujeres", porque son principalmente mujeres las que todos los martes, de ocho a cinco, se sientan en petates, en una colina pelona, a vender sus artesanías: tallas de madera, collares, bolsas de henequén, figuras de piedra. Al principio, nos parece que todas éstas son poco variadas, no muy vistosas, no especialmente bien hechas. Pero con el tiempo, al relacionar cada pieza que compramos con la visita a un lugar, con la cercanía de un grupo de vendedores o de los propios artesanos, les tomamos cariño. Al final de nuestra estadía llegaremos a acumular una buena cantidad de recuerdos kenianos.
En el mercado central, parecido a los de México, también se venden artesanías: se encuentran en el primer piso, mientras que en la planta baja podemos comprar frutas y verduras. Tengo que volver a aprender a regatear (en la primera semana de nuestra llegada, en un puesto callejero de frutas, me dejé estafar por vendedores que me ofrecían probaditas de mango, gajos de naranja, uvas, y me convencieron de que llevara unas seis guanábanas, media sandía y una piña por el equivalente en chelines kenianos a veinte dólares americanos).

...
LA CASA

Vecina de otras parecidas, rodeadas de jardines bellísimos, nuestra casa se levanta en una esquina, en el suburbio llamado New Runda, separado de Runda, antigua finca que arranca de Limuru road, por un trecho de unos cien metros de tierra roja, bordeado de un lado por cafetos y del otro por las viviendas de los trabajadores, bajas, de cemento y techo de lámina. Como las demás residencias, diseñadas por el mismo grupo de arquitectos que contrató el banco constructor, la nuestra es de dos pisos, con techo de teja roja, rejas blancas en las ventanas y en las puertas de vidrio. La planta baja luce arcos y pilares. Un jardín la rodea y una sólida reja pintada de negro la protege del exterior, cerrada con cadena y candado.
Contra esquina se encuentra una escuela pública, y enfrente un bosque, el Karura, se extiende casi sin límites, salpicado aquí y allá por incipientes construcciones, que se multiplican como hongos. A ambos lados de las casas de los trabajadores, parcelas sembradas de maíz, ese maíz blanco y duro de Kenya que, asado al carbón la gente compra y come en la calle.
La casa tiene tres entradas: la principal sólo la abríamos cuando teníamos invitados. La segunda era una reja que se abría en la sala y daba a una pequeña terraza de ladrillo con techo y al frente del jardín, al macizo de flores multicolores que Michael, el jardinero, había plantado y cuidaba, y el árbol frondoso de flores amarillas en estación que nos cubría la reja a la calle
(el propósito original debe haber sido que mantuviera a los habitantes al resguardo de las miradas curiosas de los de afuera). Esta sólo la abrimos una vez: con ocasión
de la fiesta de cumpleaños de Ian y de su amigo Mo (Mohammed), para que los muchachos que quisieran fumar salieran al jardín sin apartarse del resto. Por último, la puerta de servicio se abría de la cocina a la azotehuela que compartían los sirvientes, cuyos cuartos y baños se encontraban en la parte trasera de la casa. Esta era la puerta que abríamos temprano, por la que salían los muchachos para esperar el autobús de la escuela, en la esquina, corriendo siempre y llamando a Michael para que les abriera la reja, por la que entraba Rose a hacer el quehacer y por la que salíamos Brian y yo para tomar el coche estacionado en la parte trasera. Por este método, todos nos mojábamos un poco los zapatos en tiempos de lluvia, pero Brian insistía, tal vez con razón, en que abrir la puerta principal, que era doble,
es decir, una de madera y una reja de metal y vidrio, y asegurábamos con llave la una y con cadena y dos candados la otra, era una lata.

Todos los paraísos tienen su precio. Vivir en un barrio residencial, en una casa espaciosa y rodeada de jardín, significaba la necesidad de tomar extremadas precauciones de seguridad, a las que probablemente uno acabaría por acostumbrarse y tomar como parte de la rutina, pero que de entrada eran terriblemente enojosas, frustrantes de una supuesta libertad a la que, en una ciudad de tan mala fama como Nueva York, estábamos acostumbrados. Por lo menos a Alan y a mí nos incomodaba muchísimo no usar la puerta que daba al sendero, tener que cerrar o ver que Brian e Ian cerraban antes de acostarnos los candados no sólo de la cocina sino también de la reja que, al subir a las recámaras, separaba la planta alta de la baja, la llamada "reja mau", porque fue la que los blancos se construyeron a la carrera en medio del pánico que les produjo la revuelta del movimiento kikuyu, y más recientemente, el amago de levantamiento a raíz de las elecciones de 1988. Además, habíamos hecho instalar, por recomendación y con cargo al presupuesto de las Naciones Unidas, un sistema de alarma en toda la casa, que naturalmente también había que activar en la noche y desactivar en la mañana.

*
KENIANOS

Un aspecto sin duda fascinante de Nairobi es su cosmopolitismo: se ve gente de todas razas y colores; los kenianos de diversas tribus, los indios, los musulmanes; turistas internacionales; residentes de larga data de muchas partes del mundo: misioneros norteamericanos, monjas y seminaristas de México, el personal diverso y a la vez uniforme de los organismos de las Naciones Unidas, pues hay aquí oficinas del UNICEF, el PNUD, el OACNUR, por supuesto la fuerza de Somalia, etc., además de HÁBITAT y el Programa para el Medio Ambiente (PNUMA). Existen otros centros culturales además del francés y el británico: el instituto cultural italiano, el japonés, el Instituto Goethe.

Los llamados "asiáticos" constituyen un segmento importante de la población keniana. Son descendientes de los indios que vinieron por el Océano Indico hace cientos de años y se establecieron en la costa, como comerciantes, y de aquéllos que más tarde, hace cosa de un siglo, los británicos trajeron como "trabajadores contratados" para la construcción del ferrocarril Mombasa-Uganda. Se quedaron aquí y forman ahora la clase comerciante y próspera de Kenya y de todo el África oriental. Su posición no es diferente de la de los judíos en muchas partes del mundo; trabajadores, estudiosos, ordenados, con un sólido espíritu de unión familiar y religiosa, se mantienen aislados en sus tradiciones, constituyen la burguesía y son objeto de un cierto resentimiento general. En más de una oportunidad fuimos testigos de situaciones en las que, si era el negro el que tenía el poder, lo ejercía discriminatoriamente contra el indio, de hecho su compatriota, incluso para favorecer al blanco, keniano o no.

El primer indio al que tratamos fue el Sr. Chandra, administrador de los departamentos amueblados "Prime Executive". Se trataba de un hombre de unos sesenta años, de cabello gris y lóbulos enormes, sumamente cortés. Tanto cuando entramos a su oficina a firmar el contrato por un año como cuando fuimos a cancelarlo, so pretexto de que Brian necesitaba más espacio, y sobre todo una casa sola para poder practicar a gusto su trompeta, nos trató con mucha civilidad. El departamento no estaba mal, con un balcón a la alberca y el gimnasio. Pero, después de visitar las casas de nuestros amigos, nos dijimos que no era posible pasar un año en Nairobi sin jardín propio.
El matrimonio indio que atendía el pequeño café al aire libre en la estación de gasolina de Limuru Road, a unas cuadras del PNUMA, era también notable por la eficiencia y amabilidad con que servían a sus clientes. La mujer, ambiciosa y emprendedora, no descansó hasta que la administración de las Naciones Unidas le alquiló una de sus cafeterías, en la parte vieja del conjunto PNUMA-HABITAT, rodeada de macizos de bugambilias rosas y anaranjadas, y de estanques. Además de ensaladas variadas y sopas, pastelitos y café de diferentes estilos, vendían pan muy bueno para llevar. Como sucedía en las verdulerías, en los restaurantes, en tiendas de muebles, los indios recibían el pedido del cliente y cobraban; los
negros servían. ... V.S. Naipaul ya analiza este fenómeno en su libro sobre
África: North of South.

Arthur (arda, pronunciado a la manera keniana) Ndegwa, nuestro casero, fue el primer keniano negro al que conocimos y con el que entablamos una relación casi amistosa, en todo caso muy cordial. Por teléfono, nos dio cita en una estación de gasolina por el muy populoso y conocido barrio de Westlands, cerca del centro comercial Sarit. Desde ahí nos llevaría a ver la casa que alquilaba. Me impresionó su apostura. Era un hombre de unos cuarenta; andaba siempre impecablemente trajeado y calzado. Se ponía lentes oscuros y hacía gala de una abierta sonrisa de dientes blanquísimos, una voz sonora y agradable, y mucho don de gentes. Ingeniero de minas, trabajaba en el ministerio. Había estudiado con beca en Rumania, ocho años, y había vuelto a su país a trabajar, y a casarse a la manera musulmana, con una muchacha escogida por los padres. Desde el principio, se mostró abierto y relajado; había tratado ya a muchos extranjeros, fuera y dentro de Kenya, y su inquilino anterior había sido también funcionario del PNUMA.

*
MISCELANEA

Estoy en el Thorntree, rodeada de turistas de piel enrojecida y atuendos de algodón color polvo. Kenyatta Avenue y Kimathi forman aquí una esquina ruidosa, no particularmente atractiva; en la acera de enfrente se levanta un supermercado de la cadena UCHUMI, gran cartel rojo con letras blancas, y uno ve pasar camiones, los matatus (autobuses de pasajeros: la palabra significa 'tres centavos', que es lo que costaban en su primera época; a mí me parece que en español el apodo les va muy bien: se están cayendo a pedazos, van atiborrados de gente, y los conductores los manejan como auténticos cafres), coches destartalados, y una multitud más o menos apresurada. A un lado del hotel está la librería de la cadena Textbook Center, simpática, con buena selección de libros ingleses de la colección Penguin, de arte, etnografía y literatura, libros para niños como Tintín y Asterix, y novelas populares, de Crichton y King. Sobre Kenyatta, tiendas para turistas, de antigüedades y ropa, y artesanías. Aunque las avenidas son anchas, las banquetas, llenas de tierra, resquebrajadas, son incómodas para caminar; además, se corre el riesgo de que uno de los muchos boleros se arroje a los pies de uno, no como muestra de paganismo, sino para untar a toda velocidad algún tipo de betún en los zapatos y a continuación comenzar una arenga de convencimiento para que uno se los deje limpiar... En la esquina, varios taxistas esperan clientela. Desde las azoteas, los cuervos blanquinegros y los milanos montan guardia, en espera de que caiga la tarde para lanzarse en picada sobre los basureros del mercado.

La comida, en el Stanley, nada memorable: se paga por estar en "esa" terraza. Pedí una "Tusker" fría, y me trajeron el tamaño más grande que encontraron; ensalada de papaya con pescado ahumado y una pizza. No la terminé, y pedí café. Más elegante es la terraza Lord Delamere, del Hotel Norfolk, el más antiguo de Nairobi. Ahí el tráfico es más discreto, los taxis son los grandes y grises coches londinenses, la clientela es toda ella más "refinada"... Ahí se alojaron en su momento Karen Blixen, Teddy Roosevelt, Robert Redford...
Hacia el noroeste de la ciudad, se extienden los suburbios residenciales, antiguas fincas, hermoseados por árboles y arbustos que florecen prácticamente todo el año.


Un domingo, en la Catedral de Todos los Santos, empezada a construir en 1922, casi en el corazón de la ciudad. Un jardín a la inglesa rodea la mole de piedra, de vago estilo gótico, incluidos los vitrales. Un jardín en el que se mezclan rosales y lilas con las altas palmeras y los esplendorosos flamboyanes.
Como miembro de la Orquesta Sinfonica de Nairobi, Brian, mi marido, ensaya, con otros dos trompetistas. En el programa figura la obertura de Coriolano en C menor, de Beethoven, la Sinfonía Haffner en D mayor, de Mozart, l'Arlesienne, de Bizet, y Finlandia, de Sibelius. Un concierto cada dos meses, con directores invitados. Los integrantes de la orquesta son en su mayoría blancos: kenianos o extranjeros, hombres de ciencia, funcionarios de organizaciones internacionales, que están en Kenya desde hace quince años, o sólo desde hace unos meses. Más que aficionados, amantes de la música, se desempeñan con máxima seriedad. Después de cada concierto, se reúnen en el restaurante al aire libre del Hotel Sagrett para relajarse, comiendo carne asada y tomando cerveza. Es curioso ver esos rostros rubicundos de ojos azules, oír ese inglés con acento alemán, holandés, londinense, y sentir la unánime felicidad de encontrarse en este país.

Los adolescentes como mis hijos, que asisten a escuelas internacionales, tienen la sensación de vivir en una isla; las escuelas mismas, en enormes terrenos, en los suburbios de la ciudad, son islas, como lo son los barrios residenciales; y forman islas ellos, todos extranjeros adinerados, respecto de los kenianos negros o indios. Alan se queja de que está condenado al "triángulo de las Bermudas": de la casa a la escuela en transporte escolar, de la escuela a la casa y de la casa, los fines de semana, a la discoteca. Todo sobre ruedas.
*

(cont.)