Thursday, October 17, 2013

El DF

De mi ires y venires en la ciudad de México, en cada uno de mis tres viajes anuales.

En la ciudad de México es mucho decir: mis paseos se limitan a una triada: de San Jerónimo, vecina afluente de la Magdalena Contreras, ambos antiguos pueblitos, ahora uno más aburguesado (léase, cargado de trafico: una camioneta por persona: gueritas de celular y señores con gorra de beisbol); por sus lindas calles empedradas es difícil caminar: en parte por el tráfico, porque no hay acera, y en parte por esa redondez de las piedras, que entorpece el paso...  Está el paseo por la ciclopista, antigua vía del ferrocarril a Cuernavaca, en un extremo de la cual se puede visitar el humilde y pintoresco panteón.
Ahí viven desde hace unos treinta años mis entrañables amigos Eugenia y Roger Mas, ahí me acogen cada vez que voy a visitar a mi madre, quien desde julio del 2009 reside en la Residencia San José de Lyon, para señoras mayores, a unas cuadras de donde viven mis amigos.

De San Jerónimo a Tlalpan, donde el zócalo es un gran atractivo, bien cuidados sus jardines, atractivo su kiosco y sus portales, hoy entrada a un sinnúmero de simpáticos restaurantes. Contresquina, el convento de San Agustín. Ahí nos encontramos para comer con mi amiga Leticia, en el Café Tamayo, por ejemplo.

Coyoacán es otro destino placentero. El Jardín Centenario, la fuente de los Coyotes, el  templo de San Juan Bautista, el kiosco porfiriano. Los organilleros enfrente de Sanborns, que ocupa, como de costumbre, uno de los bellos edificios coloniales. El Café Moheli es mi predilecto.

Las salidas menos atractivas son: el centro comercial Perisur (su única ventaja, la relativa cercanía a San Jerónimo, pero nunca menos de 15  minutos en coche), con su Cinépolis, Librería el Péndulo, Italianni’s y otros restaurantes, y bancos y tiendas de ropa importada y chucherías para dar y repartir, en las que me abstengo de entrar. 

La Plaza Loreto, tal vez más cercana aún, entre Río Magdalena y Avenida Revolución, propiedad de Carlos Slim, multimillonario cuyo padre, maronita exilado del Líbano, llegó a México en tiempos de la Revolución, e hizo fortuna especulando con terrenos vendidos por nada,  antes o después de abrir la merceria La Estrella de Oriente, donde mi abuela materna estuvo a punto de entrar a trabajar, allá por 1917, después de haberse puesto a aprender mecanografía en la escuela Oliver.
Más reducida también, más intima, si se quiere, elegante y  atractiva, que otras de esas ¨Plazas¨: con su Cinemanía de cine premiado, su Museo Soumaya. Ahí uno se deleita, además, con la fuente de Juan Soriano: La Sirena; el auditorio abierto, la pastelería El Globo al aire libre, la tienda de mascotas, el ubicuo (Slim es el dueño, también) Sanborns. Otro hito que presenció mi abuela: ese mismo año el llamado Palacio de los Azulejos, ubicado en el Callejón de la Condesa entre Cinco de Mayo y Madero, en pleno centro histórico de la ciudad, es rentado por los hermanos Walter y Frank Sanborn, llegados de California, para establecer una de las cafeterías más concurridas de la ciudad en ese entonces, la cual se instaló originalmente (... lo que sigue lo copio de Wikipedia) en la calle de Filomeno Mata con un concepto innovador en la ciudad, el de una fuente de sodas y una farmacia, con el nombre de Sanborns American Pharmacy.8 Se le realiza entonces al palacio una remodelación de casi dos años para adaptarlo al concepto que introdujeron en México los hermanos Sanborn y le agregan aparte un restaurante, tienda de regalos y revistas, así como una tabaquería, haciendo que desde su inauguración en el año de 1919, se convirtiera en todo un éxito y, hasta finales del siglo XXfuera uno de los restaurantes y cafés más concurridos de la ciudad. 

En Tlalpan aprovecho siempre para matar dos pájaros de un tiro. Primero la visita obligada, con mi mamá,  a mi tía Esperanza, en su caserón de Coapa y Tesoreros: la Quinta Guadalupe, asi nombrada por su madre, mi tia Lupita. Don Emiliano Garcia la recibió del Gobierno de Carranza, en premio a sus méritos como constituyente, posiblemente en 1930. Casona que sigue siendo enorme incluso después de la subdivisión del terreno de atrás, antes huerta, en tres departamentitos para las sobrinas y sobrino de sangre (nosotros somos sobrinos postizos, por cariño) de mi tía:  hijos de su bienamado y malogrado hermano Gustavo. Hasta la fecha conservo la relación, no solo con mi tía, sino con una de sus sobrinas nietas: la linda Ximena.

De ahí, en taxi –aunque quizá, en otros tiempos, y sin mi mamá, podría haberme ido a pie- al zócalo de Tlalpan, encantador como muchas plazas coloniales de Mexico. Su Mercado porfiriano, el convento de San Agustín, las callejuelas empedradas, las haciendas divididas ahora en condominios, y la plaza central ajardinada, cuidada, limpia, con su simpático kiosco en el que, el pasado noviembre, tuve el gusto de contemplar un bellisimo altar de muertos. Los portales, en uno de sus frentes, y detrás de cada uno, un nuevo restaurante de jóvenes para jóvenes.
Me puedo acercar también a San Angel, llegar a la placita de San Jacinto, buscar la calle de La Amargura, descurbrir que el café donde tomábamos uno de olla, sintiéndonos Juliette Greco, Eugenia y yo, allá en nuestros años universitarios, nublada la vista por el humo del cigarro..., visitar las tiendas de artesanías, comer algo en el Saks… cruzar para recorrer el siempre fascinante convento del Carmen…
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