RELATOS ROMANOS
(1982)
Rafael Alberti
Ofreció un recital en el Instituto Español de Cultura (antecesor del Cervantes), el 29 de abril. La pequeña sala se llenó a más no poder: latinoamericanos y españoles residentes en Roma, con invitados, italianos estudiantes de literatura española, uno que otro turista, dos monjas.
Octogenario, Alberti parece un gran ángel: la melena blanca le llega a la nuca, la camisa también es blanca, color turquesa el gazné y azul brillante el saco. Una voz sonora, de andaluz desarraigado, empieza por decir: “la mar…el mar…” y habla de su tierra natal, el puerto de Santa María en Cádiz, y de su pintura.
En casa de mi buen amigo canario, Antonio Dorta, tuve ocasión de ver dos o tres originales del pintor-poeta; pintura muy decorativa que recuerda a Matisse en colores más llamativos: rojo, negro. Habla Alberti del retrato que hizo de García Lorca y se conserva en la casa de éste, en Fuentevaqueros. Y de Antonio Machado. Lo ciegan los fogonazos de los fotógrafos que se han colado en la sala, y más de una vez se interrumpe para protestar, para pedirles que lo dejen leer y hablar de sus recuerdos en paz.
Cuenta que vive en Italia desde 1966; en el Trastevere, “barrio maravilloso, lleno de basura, de todo lo que quieras… de gatos; barrio con un idioma propio”. Las dos monjas desaparecen, no sé si por casualidad, poco antes de que el poeta empiece a leer de su libro Roma, peligro para caminantes, como el de ser “alcanzado por una pis, de la un perro, un vagabundo, la de un cura o una monja”… Es un tema recurrente. De joven, con otros poetas amigos, fueron a orinar contra los muros de la Academia de la Lengua, en la arbolada calle Felipe II.
¿Sabría Alberti que, ese año, en la biblioteca del Instituto Español de Cultura no se encuentra su libro escrito en Roma, sobre Roma? Quién sabe si lo tenga una de las dos librerías españolas que hay aquí: Alma Rosa y La Sorgente, las dos atendidas por monjas…
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Nocturno romano
La temporada de baños de mar, en las cercanías de Roma, empieza a fines de mayo y sigue hasta mediados de septiembre. Sabaudia, a escasa hora y media de la ciudad, es una de las metas favoritas: por la vía Latina hacia el sur, es una zona otrora frecuentada por los emperadores romanos. Más adelante está Sperlonga, donde tuvo Tiberio su casa de verano, y la entrada al Parque Nacional del Circeo, lleno de cipreses, pinos y alcornoques.
Quienes se quedan en la ciudad tiene otras distracciones: ferias, festivales, exhibiciones; la de artesanías a lo largo del Tíber, por ejemplo. Conciertos, como los famosos de la plaza del Campidoglio, iluminada recientemente con lámparas de aceite. O los que se dan en los hermosos patios de residencias privadas de la Via Giuglia, paralela al río.
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La Bell’estate es el título de una novela de Cesare Pavese, llena de nostalgia por una época, la de los años cuarenta, y por la juventud perdida.
En el bello estío romano, iluminado por el verde de pinos y cipreses, y la luz multicolor de las azaleas, se inicia todo un programa de actividades al aire libre: un circo en Piaza Siena, en la Villa Borgheses; la Tevere Expo, este año de 1982. A lo largo de 2 kms y medio, entre el Ponte Sant’ Angelo y el Ponte Cavour, sobre los muelles del Tíber se exponen, en no menos de 750 puestos, productos regionales que van de la cerámica al vestido, muebles y juguetes, degustación de vinos y licores, quesos, jamones y salames de todas las provincias de Italia.
También está, no lejos de ahí, la Festa de l’Unità, organizada por el Partido Comunista en la Isola Tiberina: recitales de poesía, discusiones al aire libre; música y comida.
Continúa la presentación de Aída en las Termas de Caracalla: espectáculo impresionante y casi irreal, donde el escenario es una combinación de lo artificial y de la magnificencia real de las Termas.
El primero de julio se inaugura en la Plaza del Campidoglio la serie de conciertos de la Academia Nacional de Santa Cecilia, con la Novena Sinfonía de Beethoven. A las 19.30 se abre la taquilla, y no menos de cuatro mil personas, de todas nacionalidades, compran su entrada. El concierto está previsto para las 21.30, y hay que ocupar los asientos no numerados casi una hora antes.
Brillaba en el cielo aún azul la media luna y Venus, por encima de las estatuas que coronan el Museo Capitolino. Falta en el centro de la bellísima plaza diseñada por Miguel Angel la estatua de Marco Aurelio. Nos dan la espalda los gigantescos Dióscuros, algo desproporcionados respecto de sus cabalgaduras. Empieza a refrescar, como es típico del verano romano, y el público empieza a bostezar. No antes de las 21.50 hace su aparición el director. Lovro von Matacic, demorado quién sabe por qué motives. Da inicio el concierto. Magníficos la orquesta y el coro, y sobresalientes el tenor y la soprano.
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En sus Cuentos romanos, Alberto Moravia recrea los tipos de la ciudad, el albañil, el mesero, el maestro de escuela primaria; los rasgos característicos del romano: individualista, reservado pese a su apariencia extrovertida, celoso de la vida familiar y desconfiado del extranjero, es decir, prácticamente todo aquel que no pertenezca a la familia inmediata. Escritos en primera persona, entre risa y risa estos cuentos trasudan la tristeza de familias que viven en condiciones de hacinamiento, entre asaltos, robos e infidelidades.
Mis vecinos en el piso de abajo, en este fraccionamiento recién estrenado, entre el EUR construido en tiempos de Mussolini, y el FIDA (Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola), donde he sido asignada como traductora por dos años, mis vecinos, digo, un matrimonio de cincuentaitantos años, de clase media acomodada, se quejan amargamente del ruido. Mis niños, de 15 meses y 3 años, corren y hacen rodar sus juguetes, y Esperanza, la nana, taconea con sus sandalias de madera. Para colmo, durante varias semanas después de nuestra llegada, el pequeño despierta de madrugada, llorando. Una tarde, vuelvo de la oficina, estaciono el coche, y me topo con el vecino. Creo que lo saludo con un movimiento de cabeza, y empiezo a disculparme por el ruido… -Ma, che cavollo ha- interrumpe groseramente- questo bambino!
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Paso a un lado de la Plaza Venecia. Recuerdo haber tratado un día de darle la vuelta al monumento a Vittorio Emanuelle, para terminar, no sé cuántas cuadras más lejos, por el Circo Marcello.
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Salida de Roma
Un fin de semana salimos en coche a Viterbo. Rodeada de una campiña hermosísima, es magnífica ciudad medieval, llamada también de los Papas, ya que en su palacio más importante, del siglo XIII, fueron elegidos y residieron varios pontífices a partir de 1275 y hasta que Avignon le arrebató este privilegio. La campiña en los alrededores de Viterbo es hermosísima: verde esmeralda de los prados con oro de la retama en flor.
Después de la comida arrancamos rumbo a Bomarzo, con su Villa Orsini, del siglo XVI, y el extraño y encantador parque decorado con fantásticas esculturas de roca: monstruos, animales y hombres-dioses mitológicos cubiertos de hiedra y musgo. Es 25 de abril y nos toca recorrer las calles estrechas y empinadas, en medio de la celebración anual de la Sagra del Biscotto o Bendición del Pan.
Una escultura del siglo XVIII de San Anselmo, patrón del pueblo, se levanta en la terraza que domina la ciudad. El santo aparece alzando una mano. Un italiano que pasa no resiste la tentación de hacer un chiste: “Debe ser reciente, pues hace con la mano el saludo del fascio”. Es curioso que lo diga hoy, precisamente, cuando en muchas partes de Italia se está conmemorando el trigésimo aniversario de la liberación. El teólogo benedictino Anselmo nació en Aosta en 1033 y ocupó la silla arzobispal de Canterbury, antes de morir en esta ciudad en 1109.
Las calles están llenas de gente que entra y sale de los negocios donde se vende vino y la rosca de huevo. Por la mañana ha habido cortejos medievales. En la Catedral, las beatas hacen cola para contemplar el cuerpo momificado del santo, vestido de oro y blanco para la fiesta…
Al día siguiente nos encaminamos a Rieti, donde lo más bello son los monasterios y el paisaje que tanto le gustaba al Seráfico, San Francisco de Asís. Fue en el Monasterio de Fonte Colombo, que domina una vista magnífica del valle donde, metido en una cueva y tras haber ayunado cuarenta días, escribió las reglas de la orden franciscana.
Al Monasterio de Greccio llegamos subiendo más de seiscientos metros, hasta una roca desde la cual se contempla Rieti y alrededores. La construcción del monasterio data de 1260, en el sitio en que el Santo de As ís celebr ó la navidad de 1223, diciendo la misa en un pesebre, entre un buey y un asno, e inaugurando así la tradición de los “nacimientos” o “belenes”. La gruta está decorada con frescos de la escuela de Giotto.
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