EL
olor a huevo podrido de Agua Hedionda, el balneario de aguas termales,
sulfurosas, de Cuautla. Ahí nos llevaban mis tíos Juan y Esperanza cada fin de
semana en enero, a que disfrutáramos de la natación, el sol, el descanso total
y apacible.
Pasaban
por nosotras, mi mamá y las cuatros niñas, el dos de enero, para llevarnos a la
casa que tenían en Cuautla. Ibamos cargadas de maletas y paquetes (latas de
leche Nido, de leche evaporada Clavel, toallas y sábanas, porque mi mamá no
quería hacer “concha”, nuestra ropa, incluidos los trajes de baño; las telas ya
cortadas para los secaplatos que le bordaríamos a mi tía; libros, incluso de
inglés para las lecciones matutinas que nos daría mi mamá, disciplinada como
era ella, y enemiga del ocio por las mañanas: “ ya tendrán toda la tarde para jugar”).
De estas actividades guardaríamos las hermanas distintas memorias, de
distinta calidad quiero decir: para unas, grato recuerdo de haber estado
sentadas en torno a mi mamá, a la sombra del frondoso clavellino, bordando
letras y frutas en los secaplatos para cada día de la semana que le daríamos de
regalo a mi tía, magro agradecimiento por su generosidad en entregarnos su
casa, con jardín y empleada, durante todo el mes de nuestras vacaciones
escolares. “Con nada le puedo pagar a tu tía lo que hace por nosotros –dice mi
mamá-. La veo como a una hermana”. Y no eramos parientes. Sus padres, amigos de
mis abuelos maternos, y la amistad continuada en la siguiente generación.
Pero, como bien ha escrito mi hermana Susi: tías y tíos postizos, hechos nuestros no por
lazos de sangre sino por los, a veces más fuertes, los del afecto.
¡Cuando pienso en Ximena Cuervo de Abed, a quien conocimos de siete años
en uno de los desayunos en la casa de Tlalpan que la tía Esperanza, ya
fallecido mi tío, nos ofrecía a mis hijos, mi marido y a mí cuando íbamos de
visita... Cuando pienso en esa Ximena, digo, que pasó con nosotros unas semanas
antes de casarse, mientras estudiaba en NY, y a la que ahora veo, en cada uno
de mis viajes trimestrales a México, para visitar a mi mamá, cuando, su marido
Paul y su madre Martha, me invitan a cenar! Ximena, sobrina nieta de mi tía
Esperanza.
Volviendo
al mes de enero de nuestra infancia en Cuautla. Aquella actividad del bordar
matutino, y más aún la de estudiar inglés había sido para unas, algo que algunas
recordaríamos con placer, y otra como
un verdadero castigo inmerecido. (¿Por que a ella le costaría tanto
apreciar cualquier aprendizaje, sus penas y glorias?).
De
regreso de la alberca entre semana, devorábamos la sabrosa y sencilla comida
preparada por Eutimia: pollo cocido, arroz con plátano macho frito y aguacate,
frijoles de la olla, tortillas recién hechas –cuando no eran las deliciosas
quesadillas de requesón, huitlacoche, hongos o flor de calabaza que mi mamá le
encargaba que comprara en el Mercado. Después de la sabrosa comida, mi mamá se
acostaba a dormir la siesta y nos mandaba afuera, al jardín. Jugábamos a hacer
tortitas de lodo, aprovechando el agua del apantle (acequia), a columpiarnos en
la hamaca, o a dejar que nos columpiara el sobrino de Eutimia, Lázaro, de la
edad de Eugenia y enamorado de ella.
Los
aguacates caidos en tierra… el silbido agudo de los zanates, el chirrido de los
grillos al anochecer, la luna brillante en el cielo negro como ala de cuervo…
¿Cómo
olvidar Cuautla, ese paraiso?
…
Aquí,
la historia armada con datos y mi imaginación, de los tíos Juan y Esperanza:
Corría
el año de 1924... Se conocieron así: ella paseaba del brazo de su amiga por
Cinco de Mayo, a la salida de la Normal, y se dieron cuenta de que un auto las
seguía, a paso de rueda. “Señoritas... ¿no quieren dar un paseo con nosotros?”
Miró de reojo al que hablaba y conducía un Chevrolet blanco último modelo.
Cabeza grande, cabello claro y ondulado,
ojos pequeños, azules, vivos. Bajo los bigotes rubios, la sonriente boca
de labios rojos, el cigarro entre los dedos de la mano que asomaba por la
ventanilla.
-No les hicimos caso. Pero no dejaron de
seguirnos. Al llegar a la esquina, el que manejaba se detuvo, y bajó. Era alto.
Con seriedad se dirigió a mi: ‘Me llamo Juan Szeman y a mí y mi amigo nos
gustaria invitarla usted y a su amiga a
tomar un café en Sanborns.´
El amigo, no recuerdo su nombre, no era tan
alto pero era más rubio, casi desteñido, y apenas hablaba español. Más adelante me enteré de que le había dicho
a Juan que mi amiga no le había gustado porque era ‘muy morena’.
Mi tía viene a revelarnos el verdadero nombre
de su marido diez años después de muerto.
‘Se llamaba Lazlo Szeman Baranyk’.
Pues resulta que el tenía 21 años cuando llegó a México en 1924. Nacido
en Pest, parte del Imperio Austro-Húngaro, tenía once cuando estalló la Primera
Guerra Mundial.
“El padre murió y la madre se trasladó a Viena
con los tres hijos. Ahí abrió un café –cuenta esto su viuda, mi tía Esperanza,
a los 91, lúcida, sentada en la salita de la casa de Tlalpan.
‘La madre se volvió a casar. Juan, que tenía
18, se llevaba muy mal con el padrastro, al grado de que un día estuvieron a
punto de darse de golpes. Entonces la madre le dió dinero a Juan y le dijo:
“Vete a vivir a otra parte”. ¡Nunca se imaginó que esa ‘otra parte’ iba a ser
América! El se embarcó y llegó primero a Nueva York, pero no quiso quedarse
allá y siguió hasta México. Cuando me conoció, ya trabajaba de ingeniero en una
fábrica de tubería, y hablaba perfectamente el español.
‘Poco después lo mandaron a Brasil, y le
ofrecían un buen empleo alla, diciéndole que si queríamos, nos podíamos casar
por poder, y luego me enviaban el pasaje. El me escribió que ni loco, y que,
aunque fuera a pie, pero se regresaba a Mexico. Entonces mi padre gestionó con
el Cónsul de México en Brasil, y éste le entregó a Juan el pasaje para su
regreso. Poco después nos casamos... en 1943.
Cuando supimos que no podiamos tener hijos, él
me dijo que no quería que adoptáramos,
que debiamos aceptar la voluntad de Dios, y yo le hice caso.¨
Nosotros lo conocimos y quisimos como el tío Juan.
El, a su vez, de pie en una de las pozas de Atotonilco, con el agua
caliente llegándole al pecho, o afuera, envuelto en una toalla blanca, con el
codo a la altura del hombro y el vaso de cuba libre frente a los labios, nos
contaba con voz ronca que iba a la escuela, en invierno, con la nieve hasta las
rodillas . En cualquier foto se le ve sonriendo, riendo, el mentón en alto, las
cejas mefistofélicas arriba de los pequeños ojos azules, muy expresivos.
El y mi tia Esperanza nos dieron de regalo algo que nunca olvidaremos:
esa invitación a su casa de Cuautla, cada año, para que pasáramos, mi mamá con
los cinco hijos, todo el mes de enero, el de las vacaciones escolares.
Mi tío murió en 1994, a los 91, ella, en el 2013, a los 97.
En la pared de mi recámara tengo ahora el cuadro al óleo que mi padre
pintó y le regaló a mi male, y ésta a su vez a mí, unos años antes de
morir, en que figura la parte de atrás
de la casa: el enorme clavellino de tronco gris y liso, y florecitas rosas en
las altas ramas (una bombácea, me entero muchos años después, paseando por el
Jardín Borda con mi madre y mi amiga Martha)., el muro claro, la puerta de
hierro negro con vidrio que daba al comedor. Nuestro paraíso fuera de la
ciudad, como en ella lo fue la casa de los abuelos maternos.
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