LOS SIRVIENTES
Michael, el joven jardinero, y Rose, la cocinera y empleada doméstica, venían “con la casa" Al muchacho, Ndegwa lo había contratado desde que había comprado la propiedad, para que se la vigilara y le arreglara el jardín. Los anteriores inquilinos, también funcionarios internacionales, habían contratado a Rose, con excelentes referencias, para que les cuidara a su niño de dos años. Nos encarecieron que los aceptáramos como empleados, "de otra manera, quedarán en la calle". Nosotros no tuvimos ninguna objeción: ¿Qué mejor que contar con la ayuda de alguien que ya estaba familiarizado con la casa, con el barrio?
Rose pertenece a la tribu luo. Todo lo hace y lo dice con la sonrisa en la boca, no obstante su viudez de ocho años, con cinco hijos, el menor de los cuales cursa la enseñanza primaria en un internado. La hija mayor estudia para secretaria, y con la madre de Rose viven dos hijas más, en Kakamega, su región natal, cerca de la frontera con Uganda.
Michael dice que tiene 25 años, pero no aparenta más de 19: delgado y de aspecto frágil, muy callado, tiene la costumbre de comunicarse con nosotros por carta, que nos entrega en la mano, en sobre cerrado y debidamente rotulado... Pensé yo que podríamos tener con ellos una relación más cercana por vivir a un lado de la casa, pero no avanzó mucho más después de aquella ocasión en que visitaron a Rose su mamá y su hija mayor, y a la semana siguiente las llevamos en el coche a la terminal de autobuses, donde tomarían uno que las llevara a su casa, en Kakamega, a cinco horas de Nairobi. O después de que Michael, creo que a raíz de mi respuesta afirmativa a su solicitud de un préstamo de 4,000 chelines (80 dólares americanos, el sueldo mensual), pagaderos a plazos, se ofreció a mostrarnos las fotos de su familia, su casa, y las que le había tomado el Sr. Anderson, con el bebé y la madre.
Ése era el secreto: mis hijos no eran chiquitos, no se los encargaba a Rose y a Michael, y por ende no pudo desarrollarse una relación como la que hubo con las nanas de su infancia, quienes convivían con nosotros, ayudaban a los niños con la tarea, y además compartían su idioma materno. En Nairobi era distinto; en cuanto
llegaban de la escuela, mis hijos subían y se encerraban en su cuarto -nunca supe si por costumbre de vivir en departamento, o por rebelión, nunca salieron al jardín, a
leer o sólo a contemplar las flores y los pajaros y sentir el sol en la piel, como yo hice algunas veces. A decir verdad, el jardín, los pájaros, las flores y el sol
los tenían todo el día, en la escuela!-.
Así pues, fuera del "buenos días" a Rose y a Michael cuando salían apresuradamente por la mañana, no había más diálogo. Yo misma le había dicho a ella que a partir de
las 4 de la tarde podía retirarse a su habitación, a un lado de la de Michael, detrás de la casa, de modo que era sólo en la mañana, mientras desayunábamos y ella entraba a la cocina a lavar la loza, cuando después del saludo le encargaba lo que había que preparar para la cena: frijoles o lentejas, ricamente sazonados, ejotes, o un pollo con jitomate y cebolla...
Después vino la enfermedad de Michael, y una noche en que estaban sus primas de visita, la crisis de fiebre con convulsiones. Las tres adolescentes se asustaron y antes de pensar en avisarme, pulsaron el timbre con el que se llamaba a los servicios de seguridad, que acudieron raudos y veloces, pero fueron incapaces de ofrecernos servicios de ambulancia. Brian llegó de un ensayo, y con Alan y Rose llevó a Michael al hospital más cercano. Quedó internado dos o tres días, afectado de paludismo cerebral; llegaron a verlo su madre y otros parientes con quienes apenas podíamos entendernos en inglés Brian y yo. Y todo esto, en lugar de acercarnos más, nos dejó como más distantes a todos: nosotros temerosos de que se fuera a aprovechar de nuestra preocupación, y él, creyendo que lo culpábamos de haber tenido aquí a sus primas, o tal vez queriendo más de lo que le estábamos dando: regresó de su casa, y de haber visto al médico allá, con una lista de peticiones: "jugo de naranja para reforzarme, vitaminas para abrir el apetito..." Aceptamos comprarle las vitaminas y darle un cartón de jugo a la semana. Brian le dejaba los periódicos del día anterior, que nos había pedido, pero de ahí en fuera, hablábamos poco.
El askari o sereno que nos mandaron los servicios de seguridad, se nos presentó una tarde, a las 7pm, uniformado de verde y cuadrándose: ‘Me llamo Samson”. Era un hombre afable, inteligente, apuesto en su ropa de calle: camisa blanca y pantalón oscuro, pero convertido en mono de organillero por el uniforme verde y apretado.
No tardó Alan en ganarse su confianza. Después nos contó su historia: estaba casado, tenía tres hijos pequeños; había sido parte de la fuerza aérea cuando el levantamiento frustrado contra Moi, a raíz del cual había perdido su puesto y se había visto obligado a buscar empleo en una agencia de seguridad. La agencia se quedaba con el 70% de lo que cobraba al cliente, y a los serenos se les prohibía portar armas. En vista de los peligros inherentes al oficio, Samson nos pidió autorización para llevar, por lo menos, arco y flecha. No eran raros los asaltos de automovilistas a mano armada, ni los robos de casas. Varios askaris habían sido heridos e incluso muerto a manos de ladrones bien pertrechados. (También armados de arco y flecha andaban los vigilantes nocturnos de la Escuela Internacional, muchos de ellos masai).
Llegó la temporada de lluvias y frío, y vimos que tiritaba; cuando Brian llamó a los de la agencia de seguridad para preguntarles si no pensaban proporcionarle un impermeable, dijeron que eso ‘no entraba en el contrato’. Fue entonces cuando Alan, conmovido, le "prestó" su chamarra invernal de Nueva York, con la que Samson se veía feliz. Seguramente tenía, por lo menos los primeros meses, un empleo de día. Debía empezar su turno con nosotros a las 19hrs, vigilar los alrededores de la casa, desde el jardín, toda la noche, y partir al día siguiente a las 7. Pero más de una y dos veces, al llegar mis hijos a las casa un sábado pasadas las 2 de la mañana, era yo la que desde la recámara oía llegar el coche, tocar el claxon, luego el timbre de la puerta, y debía bajar, abrir la puerta y despertar a Samson a gritos, para que abriera el candado de la reja... Y es que no debía limitarse a abrir cuando tocaran el timbre, sino que, desde que oyera acercarse el automóvil, y sonara éste la bocina al doblar la esquina, debía ya estar abriendo el candado, para prevenir cualquier asalto posible en esa calle donde las luces de los faroles habían tardado más en ser instaladas que en ser robadas...
Como Rose, también Samson se vio obligado a pedirnos un préstamo con cargo a su sueldo. Necesitaba una bicicleta, pues desde la parada del autobús hasta la casa eran no menos de dos kilómetros. Y fue Alan nuevamente el que se compadeció de él y nos comunicó su solicitud.
Previsiblemente, ninguno de los tres préstamos pudieron ser pagados en el tiempo que estuvieron Rose, Michael y Samson a nuestro servicio.
…
Como el mexicano, el keniano se alimenta básicamente de frijoles, maíz y chile. Lo que un empleado doméstico gana al mes es lo mínimo necesario para seguir una dieta meramente vegetariana. En Nairobi, los hombres representan el 60% de la población: la mayoría de las mujeres se quedan en el campo, cuidando de los hijos, de la escasa agricultura. De modo que, en las casas de la ciudad y los suburbios sirven no sólo como jardineros y serenos, sino también como mucamos y cocineros. En las pizarras del PNUMA, por ejemplo, junto con coches que se venden y casas que se alquilan, se ofrecen los servicios de hombres y mujeres de confianza, recomendados por sus patrones, quienes incluso añaden un fotografía del interesado, al lado de la de la casa con jardín y el Toyota...
.....
UNA EXPERIENCIA SOCIAL
Pasadas las lluvias y los vientos de agosto, vuelven las mañanas soleadas y los días tibios. El jardín es muy lindo, y pájaros de todo tipo vienen sonoramente a comer el maíz y tomar el agua que Michael les ha colocado en una repisa frente a la cocina. De noche, lo que se oye sobre todo son los grillos y los sapos y ranas.
Nos ha tratado muy bien Arthur Ndegwa, nuestro casero, atendiendo a las diversas solicitudes que le presentábamos: timbre para la puerta, nuevo tanque de agua.
Los blancos que viven en las casas bonitas, entran y salen en coche; los negros que trabajan en los cafetales, así como sus hijos que van a la escuela, van y vienen a pie. Estos escolares visten entre semana el uniforme de suéter rojo y falda o pantalón color café con leche. El domingo, con su ropa más bien harapienta, descalzos, salen a jugar a la calle. Desde la mañana se les oye cantar y llamarse a gritos, y si me asomo a la ventana, los veo jugar: las niñas saltan la cuerda, los niños corren, se llaman a gritos, o se cuelgan de las ramas de los árboles sembrados en la calle, a lo largo de la valla de nuestro jardín, hecha de bambú reforzado con alambre.
Así pues, esta mañana de domingo, entre el canto de los gallos y el martilleo de los albañiles, escucho las voces de los niños. Me asomo a la ventana del segundo piso y desde ahí los veo. En la acera de enfrente, se han apiñado para ver a un hombre que riega con la manguera un trecho de tierra recién plantada. Sonrío, me parece encantador el cuadro: niños y niñas fascinados con el espectáculo del chorro de agua.
Pronto me doy cuenta de que no se trata de eso. Los bracitos se alzan, sosteniendo un vaso, un plato hondo, una botella de plástico cortada a la mitad, hacia el chorro, ¡pidiendo agua! El corazón se me encoge. Ellos la necesitan: el dueño de la casa puede darse el lujo de regar sus plantas con ella. ¿Cuántos niños serán? Cinco, ocho o diez... Sin pensarlo más, bajo a la cocina, saco de la alacena una caja de galletas, un litro de leche de larga conservación y dos botellas de agua de las que compramos la semana anterior, innecesariamente, ya que el agua de Nairobi es potable.
Sintiéndome Florencia Nightingale, salgo a la calle, espléndidamente soleada, y me dirijo a la esquina.
Algunos niños vienen hacia mí. Para cuando llego a la esquina, veo que, salidos de no sé donde, tengo enfrente de mí no a diez, sino a quince, veinte niños de todas las edades, desde dos bebés que unas niñas llevan cargados a la espalda, pasando por niños de cuatro y cinco años hasta otros de once o doce. Han visto la botella, las galletas, y todos a un tiempo alzan el brazo, lo
adelantan, con el vaso, el plato, la botella de plástico, pidiendo a voces que les de agua. Con gran rapidez, como una colonia de hormigas, o un enjambre de avispas, me rodean, tan de cerca que no me dejan maniobrar para servirles.
-¡Así no!, les pido. No les puedo servir el agua; se va a tirar toda. Háganse a un lado. Siéntense.
Tres, cuatro de los más pequeños, como animalitos dóciles obedecen, se dejan caer ahí mismo, sobre la tierra. Pero los demás avanzan, sordos o ciegos... Vuelvo a levantar la voz, esta vez entre enojada y presa del pánico.
-¡Si no se apartan, no les doy nada!
Es inútil. No entienden. Creerán que soy Jesús... que de un litro de agua voy a sacar la suficiente para llenar lo que son ahora no menos de treinta recipientes adelantados hacia mí, incluso de lado, bocabajo... No puedo moverme, avanzar o retroceder, ni bajar el brazo, ni verter el agua. Desesperada, miro a mi derredor: niños y más niños, cabezas oscuras, ojos ansiosos, en algunos de los cuales
me parece detectar una chispa de malevolencia –(¿conciencia del poder que tienen en estos momentos sobre mí? Me pregunto, no sé si en ese momento o más tarde: ¿cómo los tratarán en la escuela? ¿qué deberá hacer el maestro o la maestra para hacerlos obedecer, para que se sienten, guarden silencio, saquen los cuadernos? Salones
de más de treinta alumnos, seguramente. ¿A gritos? ¿golpes...?
Desde la reja, Michael me mira medio divertido. Lo llamo:
-Ayúdame, por favor. No puedo darles esto...
¡Michael, Michael!, llaman los niños. Y en cuanto ven que, no se sabe muy bien cómo, el agua y las galletas han cambiado de mano, ellos también, como langostas, cambian de rumbo, me dejan sola y rodean a Michael; lo conocen y con él podrán entenderse en luo, la lengua materna de la mayoría.
Me alejo apresurada, sin querer ni siquiera volverme para saber cómo se las está arreglando él. Lo dejo cercado por los niños, las niñas de cara triste con bebés a la espalda, los pequeños de dulces ojos, y los chamacos mayores, que empujan a los demás... Alcanzo a decir: Son muchos. Y Michael, con una sonrisa difícil de
interpretar y en un estilo típicamente keniano:
Sí, son demasiados...
Estoy ante la reja en el momento en que pasan dos mujeres, las primeras que veo esa mañana, las únicas otras dos personas mayores además de Michael y yo (el
jardinero de la manguera ha desaparecido sin que yo me diera cuenta). Con un gesto que es mezcla de optimismo y resignación, les ofrezco los litros de leche:
Para los más pequeños, murmuro, agotada como si hubiera estado trabajando toda la mañana, y con la firme sospecha de que, si acaso, los guardarán para sus propios hijos, de la edad que sean.
...
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